Revisé las pequeñas bolsitas, los diferentes estilos, todas muy ordenadas, ¡y completamente selladas! Si no fuera porque las conozco bien a simple vista, y porque conozco mejor los dotes de mamá para cuidar detalles como esos, hubiera pensado que eran comercializadas.
En ese momento no quisimos abrirlas. Tardé varios días en iniciar la degustación. Claro que comencé cuando M seguía acá; soy egoísta pero no tanto, y quería que las disfrutáramos juntos. Al menos dos paquetitos. Pero M volvió a México y el resto quedó a la espera de un arranque de apetito.
No dejé que fuera uno. ¿Cuánto me aguantarán? Y es que así de comerciales como me las hicieron ver, sentía que podían durarme hasta el verano… Pero seamos realistas, aunque su elaboración hubiese permitido semejante vigencia, yo no hubiera sido capaz de conservarlas por tanto tiempo.
Así que poco a poco fui consumiendo esas galletas que prepara mamá. Desde los sabores que a lo largo de tres décadas recuerdo perfectos e intactos (las de nuez, las espolvoreadas con canela), hasta los que cada año ha ido perfeccionando (¡este año las de chispas de chocolate ya superaron a las del Palacio!).
Esta mañana encuentro que queda sólo un paquete. ¿Cómo dosificarlo? Dicen que los doce primeros días del año son una suerte de adelanto del año, y representan lo que nos espera cada uno de los doce meses. Resuelto. La mitad hoy, la mitad mañana.
P.D. El primero de los pasteles también se esfumó antes del regreso de M. Al delicioso envío lo coronaron las velas que ella misma trajo para celebrar el feliz cierre del año 32.
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