"Beauty has no use at all", says Margarethe, following her own thoughts. "It has no consequence. It lends nothing to the world. You're better off without any, my poor daughter."
Nuevamente me atrapa Gregory Maguire con una novela difícil de calificar: Confessions of an Ugly Stepsister, editado originalmente en 1999 (es decir, antes del exitosísimo Wicked). Aparece ya esta obra la propuesta del autor por contar una versión de las cosas que reivindique a los "malos" y ofrezca una versión alterna de cómo pudieron ser las cosas que nos cuentan las narraciones infantiles. En este caso, Maguire visita la anécdota de la Cenicienta para construir un relato visto a través de una de las "feas" hermanastras.
Siglo XVII. Una viuda y sus dos hijas llegan a Haarlem, en Holanda. Dos encuentros marcarán sus vidas. Un pintor, capaz de captar la esencia del mundo –la realidad, lo que llamamos bello y lo que calificamos de feo- como ningún otro. Y un comerciante de tulipanes, cuya hija parece encarnar la definición misma de la belleza. Al final, todos los caminos se cruzarán en un baile ofrecido en honor de Maria de Medici quien, de visita en los Países Bajos, busca al pintor que la inmortalice y a la mujer que habrá de desposar su ahijado, el príncipe Philipe de Marsillac.
Es la tercera obra que leo de Maguire y a estas alturas puedo afirmar que su narrativa me parece genial. Más allá de sus méritos literarios (los cuales, como siempre he dicho, me considero inhabilitado para juzgar), me cautiva su habilidad para jugar con imágenes colectivas que nuestra cultura, la Historia y en general lo que nos rodea, nos han ido formando, y simultáneamente construir un mundo alterno, con sus propias reglas, perfectamente coherente en sí mismo.
Muchos temas quedan flotando en la cabeza. Dos destacan, sobre todo, porque de una u otra manera han estado presentes con fuerza en mis pensamientos, sensaciones y experiencias durante las últimas semanas. La belleza y la mirada. Algunas ideas sobre la primera (que indudablemente reaparecerá en próximas entradas, puesto que se me ha vuelto un asunto incluso obsesivo en fechas recientes).
El relato tradicional de la Cenicienta lleva, como casi cualquier otra narración infantil, un sentido moralizador, una intención de aleccionar sobre algo, de mostrarnos una faceta del bien frente al mal. La revisión que Maguire hace de la anécdota no está exenta de ese carácter casi didáctico, aunque como es de esperarse adquiere una dimensión radicalmente distinta. Lo cierto es que no logra salir de esa tradición (¡y no es que en ello encuentre yo algo negativo, ni mucho menos!). La idea del bien se revela ligada, como en tantas otras historias, a la de lo bello: la bondad como una forma de belleza, más difícil de descifrar y por tanto a veces más visible por su ausencia que por la evidencia de su existencia. Y el arte, la pintura en particular, es el vehículo que utiliza el autor para permitir que esta idea opere entre los personajes.
Probablemente estoy divagando y resulto poco claro. Han pasado escasos minutos de que cerré el libro tras leer la última página. Algunas cosas se irán acomodando en las horas por venir. Queda el tema de la mirada para después, y una cierta urgencia de recuperar la cuestión de lo bello, que tengo en caóticas notas desde aquella visita al MNAC sobre la cual platicaba hace un par de semanas. (Queda también para la próxima entrada aclarar eso de "otras tonterías".)
Es la tercera obra que leo de Maguire y a estas alturas puedo afirmar que su narrativa me parece genial. Más allá de sus méritos literarios (los cuales, como siempre he dicho, me considero inhabilitado para juzgar), me cautiva su habilidad para jugar con imágenes colectivas que nuestra cultura, la Historia y en general lo que nos rodea, nos han ido formando, y simultáneamente construir un mundo alterno, con sus propias reglas, perfectamente coherente en sí mismo.
Muchos temas quedan flotando en la cabeza. Dos destacan, sobre todo, porque de una u otra manera han estado presentes con fuerza en mis pensamientos, sensaciones y experiencias durante las últimas semanas. La belleza y la mirada. Algunas ideas sobre la primera (que indudablemente reaparecerá en próximas entradas, puesto que se me ha vuelto un asunto incluso obsesivo en fechas recientes).
El relato tradicional de la Cenicienta lleva, como casi cualquier otra narración infantil, un sentido moralizador, una intención de aleccionar sobre algo, de mostrarnos una faceta del bien frente al mal. La revisión que Maguire hace de la anécdota no está exenta de ese carácter casi didáctico, aunque como es de esperarse adquiere una dimensión radicalmente distinta. Lo cierto es que no logra salir de esa tradición (¡y no es que en ello encuentre yo algo negativo, ni mucho menos!). La idea del bien se revela ligada, como en tantas otras historias, a la de lo bello: la bondad como una forma de belleza, más difícil de descifrar y por tanto a veces más visible por su ausencia que por la evidencia de su existencia. Y el arte, la pintura en particular, es el vehículo que utiliza el autor para permitir que esta idea opere entre los personajes.
Probablemente estoy divagando y resulto poco claro. Han pasado escasos minutos de que cerré el libro tras leer la última página. Algunas cosas se irán acomodando en las horas por venir. Queda el tema de la mirada para después, y una cierta urgencia de recuperar la cuestión de lo bello, que tengo en caóticas notas desde aquella visita al MNAC sobre la cual platicaba hace un par de semanas. (Queda también para la próxima entrada aclarar eso de "otras tonterías".)
No hay comentarios:
Publicar un comentario