Camino a casa. De pronto, una idea se revela. Se muestra con una claridad sorprendente. Mientras avanzo, como sucede cuando una de esas ideas aparece, la moldeo, juego con ella, le añado, le quito. Sobre todo, me la repito una y otra vez. No puedo permitir que escape. La formulo al derecho y al revés. Altero variables y vuelvo a la versión inicial. El entusiasmo desata otras posibilidades. Las considero, pero cuido que la ocurrencia original no pierda intensidad. En todo caso, que se enriquezca.
Llego a la habitación. Encender el portátil implica perder preciados segundos. Tomo papel y lo primero que tenga tinta y esté a la mano... Escribo. Lleno la hoja de anotaciones. Escribo con prisa para evitar pérdidas en esto que he acumulado en los últimos veinte o treinta minutos. Al mismo tiempo cuido que la apuración no genere una caligrafía más ilegible que de costumbre, condenando la ocurrencia a un indescifrable y trágico final.
Listo. Ya está.
Que la idea se quede ahí. Que descanse. Más tarde capturaré las notas en el procesador de textos. Descanso yo también. Dejo correr algo de música con la esperanza de conservar otro rato esta racha de inspiración.
Que la idea se quede ahí. Que descanse. Más tarde capturaré las notas en el procesador de textos. Descanso yo también. Dejo correr algo de música con la esperanza de conservar otro rato esta racha de inspiración.
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