Una de mis deudas más antiguas se siembra en febrero, cuando prometo hablar de Canta la hierba. Hace menos de una semana entregué para evaluación de una asignatura un pequeño ejercicio desarrollado en torno a esta novela de Doris Lessing. Para empezar a saldar mis pendientes, comparto las ideas con que inicio ese ejercicio.
El texto llegó a mis manos casi por accidente. Apenas habían pasado unos días de que se anunciara el otorgamiento del Nobel de Literaura a su autora, por lo que, como era de esperarse, las reimpresiones de sus obras poblaban ya los anaqueles de las grandes librerías. Era sencillo, pues, caer en la red del consumo. Y caí. Transcurrían mis primeras semanas en Barcelona, el tiempo “libre” para leer era bastante, pero mi presupuesto para literatura era limitado, así que me decidí por precio. La alternativa fue una sencilla edición de bolsillo de Canta la hierba, la primera novela de Doris Lessing, publicada originalmente en 1950.
Mis conocimientos acerca de la escritora inglesa y su obra eran nulos. Ni siquiera había puesto atención a las notas que daban noticia del galardón que había decidido entregarle la Academia Sueca. Así que mi acercamiento a la novela fue desde una absoluta virginidad. La intriga –desarrollada en el marco de una Rhodesia (hoy Zimbabwe) caracterizada por las políticas segregacionistas– me atrapó desde las primeras páginas, pero decidí avanzar con lentitud, saboreando las imágenes, deteniendo la lectura cada vez que algún acontecimiento me sugería la necesidad de conservarlo, de hacer a un lado el libro por un tiempo, como para darme oportunidad de asimilar las transformaciones que Mary, la protagonista, iba viviendo; de alguna manera esas pausas –que hicieron que la lectura se prolongara bastante, si se considera que el ejemplar apenas rebasa las 250 páginas– dieron pie a que me familiarizara más con los personajes, imaginándolos más allá de los momentos que Lessing había decidido revelarme. Pese a que el primer párrafo del texto daba ya cuenta de cómo acabarían las cosas, llegar al final significó un descubrimiento difícil de explicar. Descubrimiento que con el paso de las horas se fue reacomodando. Y en cierto modo no dejó de hacerlo. Al punto de moverme a utilizar este ejercicio como pretexto para explicármelo.
La decisión estaba tomada. Intentaría establecer un diálogo con la obra. ¿Por dónde habría de empezar? Al principio, había tenido la impresión de estar ante una estructura trágica, en la que una mujer cometía un error que le condenaba; esa imagen marcaba un camino. ¿No era muy reduccionista? Otro día se me apareció como el relato de una redención, la idea de liberación emergía constantemente en mis anotaciones. En todo caso, era el momento culminante, la muerte de Mary a manos de Moses, aquel estoico criado, lo que revoloteaba en mi cabeza. La clave estaba en entender esa escena. ¿O no? ¿Iba en la dirección correcta? ¿O esa idea era producto de la influencia de otras lecturas (discursos, discusiones) que terminaban haciéndome ver algo forzando las cosas? Si mi “interpretación” era válida, ¿cómo convenía enfrentar el ejercicio de diálogo con el texto para explorarla?
La respuesta me la dio la propia Lessing. Entusiasmado por Canta la hierba, me había decidido a invertir en El cuaderno dorado, y aunque opté no leerlo hasta que hubiese terminado este ejercicio de exploración, sí leí el prefacio, escrito por Lessing en 1971, a diez años de la publicación original de esa novela. Ahí narra que, “como cualquier otro escritor” suele recibir cartas de jóvenes que, como parte de la elaboración de una tesis o investigación, la cuestionan sobre el sentido o la intención de sus obras. Y escribe:
Estas peticiones las contesto de la siguiente forma: «Querido estudiante: Está usted loco. ¿Para qué gastar meses y años escribiendo miles de palabras acerca de un libro, o hasta sobre un autor, cuando hay cientos de libros que esperan ser leídos? ¿No se da cuenta que es víctima de un sistema pernicioso? Y si usted ha escogido por su cuenta mi obra como tema y si usted tiene que escribir una tesis –y créame que le estoy muy agradecida que lo que he escrito lo haya encontrado usted útil–, entonces ¿por qué no lee lo que he escrito y se hace una idea propia acerca de lo que usted piensa, cotejándolo con su propia vida, con su propia experiencia? ¡Olvídese de los profesores Blanco y Negro!».
No sólo me respondía… ¡me daba un empujón en la dirección que el ejercicio mismo había sido propuesto por mis profesores! De tanto pensarme cómo enfrentarlo, había yo perdido de vista algo tan evidente, que de nuevo la misma Lessing me recordaba en ese prefacio:
[…] no solamente resulta infantil que un escritor persiga que los lectores vean lo que él ve, y que entiendan la estructura y la intención de una novela como él las ve. Que el autor desee esto demuestra que no ha entendido el punto más fundamental: a saber, que el libro está vivo y es poderoso, fructificador y capaz de promover el pensamiento y la discusión solamente cuando su forma, intencionalidad y plan no se comprenden, debido a que el momento de captar la forma, la intencionalidad y el plan coincide con el momento en que no queda ya nada por extraer.
Convencido de ello, sólo era cuestión de armar el rompecabezas. Las piezas estaban sobre la mesa.
El resto del ejercicio fue simplemente mi humilde intento por darles algún orden.
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