La lectura es como el paracaidismo: en condiciones normales la practican algunos espíritus arriesgados, pero en caso de emergencia le salva la vida a cualquiera.
He de confesar que llevo unos días de peculiar acelere espiritual, por decirlo de alguna manera. Es que, en verdad, me cuesta encontrar palabras para calificar esta euforia creativa que se ha desatado en mi interior y que me ha llevado a estar explorando una infinita cantidad de ideas. Es evidente que necesito al menos encauzarlas un poco, para evitar que se tropiecen unas con otras. Ayudarles a encontrar su espacio; construirles un hogar a aquellas posibilidades nuevas que andan perdidas buscando amparo.
En esa apasionante labor me encontraba hace un rato, cuando me topé con las palabras que he elegido como epígrafe de esta entrada. Así comienza hoy Juan Villoro su artículo quincenal en Reforma; el texto que publica esta mañana es quizá uno de los más poderosos que le he leído, por la mezcla de una impecable sencillez con una irrebatible contundencia:
Óscar Tulio Lizcano, víctima de la guerrilla colombiana, acaba de rendir un inaudito testimonio de la forma en que los libros preservaron su dignidad. En la clínica de Cali donde se recupera de ocho años de privaciones como rehén de las FARC, habló de la selva donde perdió 20 kilos pero no la lucidez. De los 50 a los 58 años vivió agobiado por las enfermedades, la desnutrición, las humillaciones de perder todo sentido de la privacidad. Para conservar la cordura, clavó tres palos en la tierra y decidió que fueran sus alumnos. Lizcano les enseñó política, economía y literatura. Como tantos maestros, se salvó a sí mismo con la prédica que lanzaba a sus perplejos discípulos. Un comandante vio el aula donde los palos tomaban lecciones y decidió pasarle libros. Lizcano leyó a Homero y seguramente admiró la desmesura de Héctor, que desafía al favorito de los dioses. "La poesía me alimentó", ha dicho el hombre cuya dieta material era tan ruin que se veía mejorada por un trozo de mono o de oso hormiguero.
Partiendo de este auténtico acontecimiento, Villoro recorre sencillos episodios que nos revelan una y otra vez el poder de las letras: desde un Diderot que «curó la depresión de su mujer leyéndole novelitas sentimentales», hasta un Sean Connery que recientemente habría señalado como el momento que hizo posible su vida se dio cuando, a los cuatro años de edad, le «ocurrió un milagro»: aprendió a leer.
Este recordatorio de Villoro apelando al poder salvador de los libros, me obligó a exigirme avanzar en la propuesta que me lancé hace unos días, sobre iniciar un blog colectivo donde explorar las posibilidades de crearnos y recrearnos a través de la lectura. El espacio ya está casi listo, a punto de ser lanzado oficialmente a la blogósfera. Me propongo tener noticias a inicios de la próxima semana. La verdad es que quise hacerlo esta misma noche, pero la inusual saturación creativa de estos días y que citaba al inicio, ha terminado por disparar la energía en tantas direcciones que ha resultado complicado concretar algunas cosas.
Lo cierto es que aquí voy. Sigo explorando. Cuidando no dejarme devorar por el vértigo de los nuevos descubrimientos que vengo realizando en el misterioso e imprevisible territorio de mi interior.
Apunte. Como en otras ocasiones, me tomé la libertad de subir aquí el texto completo de Villoro para quienes no pueden acceder a la publicación digital.
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